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COMO EL PRIMER DÍA... La palabra. Dios vela por los locos y los niños

A menudo, cuando se habla de “cine religioso” vienen a la mente aparatosas producciones hollywoodienses como Ben-Hur, Quo Vadis o La túnica sagrada, que podrían considerarse más historicistas que piadosas, pues en ellas se apuesta por el espectáculo y la aventura en contraposición a las tribulaciones de la verdadera fe. En Europa, con más honda tradición cristiana (particularmente en el norte) es más fácil encontrar películas que indaguen en ese sentimiento íntimo que debe sustentar a todo creyente. Títulos como Los Comulgantes o Sacrificio, así lo atestiguan. Sin embargo, la joya de la corona no puede ser otra que Ordet, conocida en nuestro país como La palabra.


Estamos en 1925, en un pueblecito de Dinamarca. Morten Borgen (Henrik Malberg) es un próspero granjero, devoto religioso, dueño de un hogar austero que comparte con sus tres hijos: Johannes (Preben Lerdoff Rye), Anders (Cay Kristiansen) y Mikkel (Emil Hass Christensen), quien a su vez está casado con Inger (Birgitte Federspiel) y es padre de dos niñas. Johannes ha perdido la razón con sus estudios, en particular con la lectura de Kierkegaard, y se pasea por la casa citando las escrituras y pidiendo un regreso a la auténtica fe, la que –según se dice– mueve montañas, algo en lo que ni siquiera el nuevo párroco (Ove Rud) parece creer demasiado. Mientras, Anders pretende casarse con la hija del sastre local. En principio, las familias de ambos se oponen, ya que pertenecen a facciones religiosas rivales. Pero el señor Borgen, convencido por Inger, decidirá mediar para ver cumplida la aspiración de su hijo. Es entonces cuando golpea la tragedia. Inger pierde al bebé que esperaba y muere poco después. Johannes desaparece. La familia sufre y sus creencias son puestas a prueba.


Indudablemente, la espiritualidad impregna cada fotograma. Aunque no es necesario profesar credo alguno para apreciar la historia, se precisa no obstante cierta sensibilidad con el tema para identificarse con unos personajes que, inmersos en profundas meditaciones, declaman con estoicismo en composiciones básicamente estáticas equiparables a lienzos. A este respecto se ha señalado la admiración de Dreyer por el pintor danés Vilhelm Hammershoi, con quien comparte el gusto por los interiores, de los que extraen todo el dramatismo posible gracias a la iluminación. Tal vez debido a sus raíces teatrales (el guión adapta un libreto del dramaturgo luterano Kaj Munk) la acción se desarrolla en unos pocos escenarios, casi siempre –ya se ha dicho– en interiores; sin embargo, las imágenes en exteriores son también notabilísimas, con un acierto en el encuadre que trasmite amor por la naturaleza y aporta veracidad a lo narrado.


Dreyer saca el mayor partido posible de sus actores, gracias a una exquisita fotografía en blanco y negro (responsabilidad de Henning Bendtsen) que resalta los matices de unas interpretaciones minimalistas. Incluso la frialdad que asociamos con los países nórdicos conviene a la expresividad íntima de la historia, donde sólo se permiten histrionismos (particularmente en las inflexiones vocales) al personaje de Johannes, amparado por su locura. Asimismo, los parcos decorados favorecen la dureza de las sombras y concentran la atención en las figuras humanas y en los pocos detalles (un reloj, un cuadro, una mesa, una estantería con libros y un tablero de damas) que convienen en cada momento, depurando el hilo argumental hasta la esencia, sin desvirtuarlo.


Lo escrito hasta ahora podría hacer pensar al lector ocasional que estamos ante una de esas películas “complejas” que gustan a los críticos y aburren a los espectadores. Admito que los datos parecen dar la razón a tal suposición, pues Dreyer jamás ha sido un cineasta popular. De hecho, acabó sus días trabajando en un cine de Copenhague. Sin embargo, no hay nada en esta película difícil o artificioso. Antes al contrario: aunque lo que da un sentido definitivo al largometraje es su conclusión (que no revelaremos aquí), Dreyer evita en todo momento la alegoría, anclando a los personajes en un período concreto (la fecha del parte de defunción, el uso del teléfono en las casas) y trazando cuidadosamente las distintas psicologías para humanizar a sus personajes, de forma que suframos y riamos con ellos. El metraje rezuma una autenticidad innegable y conmovedora, en las antípodas de la película de tesis, y la belleza de sus imágenes, rara vez igualada, se graba a fuego en nuestras retinas.


Poco prolífico: Carl Theodor Dreyer filmó sólo 14 películas en 54 años de carrera, lo que no fue óbice para que nos regalara piezas fundamentales como La pasión de Juana de Arco, La bruja vampiro o Dies Irae, además de la que nos ocupa. Incomprendido por el público, se erigió en maestro de maestros como Ingmar Bergman o Andrei Tarkovski.
 

Otras versiones: En 1943 Ordet ya había contado con una adaptación cinematográfica dirigida por el sueco Gustav Molander e interpretada por Victor Sjöström, el inolvidable protagonista de Fresas Salvajes. Pese a sus méritos, quedaría eclipsada 12 años después por la obra de Dreyer.

-Mixmerik-

2 comentarios:

  1. Pues leido esto... entran ganas de verla!

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  2. Gracias! La verdad es que es una película extraordinaria. Lástima que no sea más conocida!

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